Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo by Elif Shafak

Mis últimos 10 minutos y 38 segundos en este extraño mundo by Elif Shafak

autor:Elif Shafak
La lengua: spa
Format: epub
ISBN: 978-84-264-0746-7
editor: Penguin Random House Grupo Editorial España
publicado: 2019-12-23T00:00:00+00:00


Aquella semana, con el estímulo del ambiente optimista, los gazinos y clubes nocturnos estuvieron abarrotados. El viernes, después de la oración de la tarde, Mamá Amarga envió a Leila a una fiesta solo para hombres que se celebraba en una konak junto al Bósforo. Pensando en D/Alí y en lo que le había dicho, durante toda la noche Leila fue presa de una melancolía insuperable, incapaz de fingir y seguir el juego a los demás; su actitud era penosamente lánguida, indolente, como si la hubieran sacado del fondo de un lago. Intuyó que los anfitriones no quedarían contentos y que más tarde se quejarían a la madama. ¿Quién quiere tener cerca a los payasos y las prostitutas cuando están tristes?, pensó con amargura.

Se encaminó de vuelta a casa con paso cansino y un dolor pulsátil en los pies por haber estado plantada tantas horas seguidas con los zapatos de tacón alto. Se moría de hambre porque no había probado bocado desde el almuerzo del día anterior. En veladas como aquellas a nadie se le ocurría ofrecerle comida, y ella nunca la pedía.

El sol se elevaba sobre las cubiertas de tejas rojas y las cúpulas revestidas de plomo. El aire era fresco y puro, con el aroma de una promesa. Pasó ante unos edificios de apartamentos aún dormidos. Unos pasos más adelante vio una cesta atada a una cuerda que colgaba de la ventana de uno de los pisos altos. Contenía lo que le parecieron patatas y cebollas. Alguien debía de haberlas encargado en un colmado cercano y se había olvidado de subir la cesta.

Un ruido la hizo detenerse en seco. Se quedó inmóvil, con el oído aguzado. Al cabo de unos segundos percibió un quejido tan débil que al principio pensó que eran imaginaciones suyas, gentileza de un cerebro falto de sueño. Luego vislumbró una silueta informe sobre la acera, un amasijo de carne y pelo. Un gato herido.

Alguien más había visto al animal al mismo tiempo que ella y se acercaba desde el otro lado de la calzada. Una mujer. Con ojos castaño claro que formaban arrugas en las comisuras, su nariz picuda y su cuerpo robusto, parecía un pájaro..., un pájaro dibujado por un niño, redondo y vivaz.

—¿Está bien el gato? —preguntó.

Las dos se inclinaron y lo vieron al mismo tiempo: el animal estaba muy malherido, con los intestinos fuera y respirando lenta y fatigosamente.

Leila se quitó el fular para envolver con él al gato. Lo levantó con delicadeza y se lo colocó sobre un brazo.

—Tenemos que buscar un veterinario.

—¿A estas horas?

—No nos queda otro remedio.

Echaron a andar.

—Por cierto, me llamo Leila. Con i latina, no con i griega. He cambiado la forma de escribirlo.

—Yo soy Humeyra. Escrito como siempre. Trabajo en un gazino cerca del muelle.

—¿Y de qué trabajas?

—Mi banda y yo actuamos todas las noches —respondió, y con mayor energía, y no sin una pizca de orgullo, añadió—: Soy cantante.

—¡Vaya! ¿Cantas algo de Elvis?

—No. Interpretamos canciones antiguas, baladas tradicionales, también algunas modernas, en su mayor parte arabescas.



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